Hispanidad

Hispanidad

Los imperios, como los hombres, no se miden solo por la fuerza de sus brazos ni por la extensión de sus dominios. El poder se apaga, las fronteras se borran, las coronas se oxidan. Lo que perdura es la huella en el alma de la humanidad, el fuego que atraviesa los siglos y sigue ardiendo en la memoria de los pueblos.

La obra hispánica no puede darse por enterrada, porque late en el mestizaje de un continente entero, en las catedrales que alzaron manos indígenas y castellanas, en las universidades que aún enseñan bajo nombres en latín, en la lengua que hoy habla un cuarto de la humanidad. Su pulso sigue ahí, profundo, antiguo, más fuerte que cualquier frontera trazada sobre un mapa.

El Imperio Hispano no fue una sombra pasajera: fue el último heredero de una historia milenaria y el único capaz de fundirse con mundos enteros sin destruirlos. Allí donde otros levantaron muros y reservas, nosotros levantamos ciudades vivas, abiertas al aire del mestizaje. Allí donde otros sembraron exclusión, nosotros sembramos mezcla: el quechua y el castellano, el guaraní y el latín, el náhuatl y la poesía barroca. Nuestra huella no se limita a fortalezas ni a flotas: está en la música que une guitarras y quenas, en el barroco que florece en Quito y Puebla, en la fe y en la memoria que son ahora patrimonio universal.

Decir que el Imperio Hispano quedó atrás es tan absurdo como negar la evidencia de nuestra raíz común. Lo hispánico vive porque es raíz y savia, porque no se fundó sobre la exclusión ni el exterminio, sino sobre la fusión. Los pueblos que fueron parte de él no quedaron reducidos a ceniza: se transformaron en un nosotros más grande, en una comunidad que todavía hoy se reconoce en un idioma común, en símbolos compartidos y en una misma visión del mundo.

El legado hispánico es carne, es espíritu, es mestizaje vivo. Es la más grande huella que la humanidad haya dejado desde la aurora de la modernidad. Herencia de emperadores y sabios, de frailes y guerreros, de íberos y quichés, de incas y castellanos, de pueblos que supieron fundirse en uno sin renunciar a ser ellos mismos. Por eso, los hispanoamericanos no son herederos lejanos, sino parte inseparable de esa empresa civilizadora.

Y mientras el mundo contemple nuestras ciudades, mientras el idioma de Cervantes se alce sobre los cinco continentes, mientras la sangre mestiza siga cantando en cada pueblo de Hispanoamérica, habrá quien recuerde que hubo un imperio distinto: no solo de acero y pólvora, sino de palabra y abrazo.

Porque la Hispanidad no es una nostalgia: es una corriente que sigue empujando la historia. Es un puente entre almas, una obra que no se clausuró, un eco que no se apaga. Es la certeza de que, allí donde un hispano hable, cree, cante o sueñe, la antigua llama sigue viva.

Hispanidad.

 

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